Reflejos de luz y oscuridad
Ana Martín Álvarez
Poemario con prólogo de Inés González Cabeza
Fecha de publicación: 15 de diciembre
Encuadernación rústica con solapas
Género: Poesía
Páginas: 84
Tamaño: 14 x 20 cm
12 €
Luz y oscuridad. Opuestos complementarios cuya singular dosis acompaña cada instante de la existencia humana.
Este poemario gira en torno a las distintas intensidades lumínicas que caracterizan a los escenarios que lo estructuran: pozo, cuerda y superficie. En su recorrido abarca emociones y pensamientos navegando por distintas sensaciones, aunque también indagando en sus raíces.
La transición de los tres escenarios, comunes a las fases de los distintos procesos adaptativos que puede experimentar el ser humano, junto al estilo sencillo y directo de sus versos, hacen de este libro un recorrido accesible para cualquier lector que, independientemente de su condición o circunstancias, quiera conectar con sus vivencias a través de las corrientes de aire que describen estas palabras; trascendiendo las particularidades de cada experiencia para llegar a sentimientos universales como la tristeza, la soledad, la alegría o el amor.
A través del contraste progresivo de luces y sombras se refleja una catarsis emocional, que deriva en una búsqueda personal incesante. Algunas veces, las letras tiemblan de frío en oscuros pozos de dolor; en otras ocasiones, redoblan sus fuerzas al trepar por una cuerda y finalmente arden de alegría en la superficie, al ser conscientes del regalo de la existencia humana.
Poemas para una catarsis
Recuerdo vívidamente la mañana de primavera del año 2019 en la que Ana me dijo que se había caído dentro de un pozo. Intentó escalar por las paredes y gritar auxilio, pero nadie parecía escuchar su subterránea súplica. Estaba asustada. Estaba sola. Y yo temí, en lo más profundo de mi ser, que jamás sería capaz de salir de allí. Afortunadamente, me equivoqué.
Me gusta pensar que este libro, más que un poemario, es la crónica de un rescate. Desde el interior del pozo, agarrándose firmemente a una cuerda salvadora, Ana consiguió salir a la superficie.
¿Quién lanzó la indispensable cuerda? En primer lugar, la música, que le enseñó que incluso el sufrimiento más intenso es un estado provisional y que la visión de una sombra siempre implica la existencia de luz. En segundo lugar, la poesía, cuyo fin, decía el brillante filólogo, no es otro que la emoción. En tercer lugar, pero no por ello menos importante, las personas. Así como Dante atravesó el Infierno con la guía de Virgilio y, en sus momentos de mayor locura, Alonso Quijano pudo confiar en el juicioso Sancho, Ana tuvo la fortuna de contar con leales compañeros, algunos profesionales (meteorólogos capaces de saber cómo evolucionará la tormenta, como ella los llama) y otros simples amigos y familiares, ignorantes de casi todo, pero siempre dispuestos a acompañarla en su viaje a la superficie y a seguir tirando hasta llegar, al fin, a vislumbrar el otro extremo de la cuerda.
Esta es una historia real. O, al menos, es una forma de explicar lo que verdaderamente sucedió. La pérdida de un ser querido, el duelo, la ansiedad, el miedo a olvidar quién eres más allá del dolor, la angustia ante la posibilidad de que este nunca desaparezca… El pozo de Ana tiene todos estos nombres. No es un pozo especial, todas las fincas tienen uno. Y todos conocemos a alguien que ha tenido la desgracia de caerse dentro. El problema es que nunca pensamos que seremos nosotros los siguientes en caer.
Mucho se ha hablado de la metáfora como fórmula literaria para explicar lo inefable. Nada sería yo capaz de añadir a las pulidas teorías sobre la estructura del lenguaje y el pensamiento humanos que manifiestan que, pese a que sabemos que ni el pozo, ni la cuerda, ni la luz al otro lado existieron en esta historia, encontramos en estas palabras todos los elementos estructurales de la compleja realidad a la que sustituyen. A menudo, las personas intentamos procesar lo que nos sucede mediante transmutaciones lingüísticas que portan ecos de verdad y que nos ayudan, como decía el filósofo, a alcanzar lo remoto y lo indescriptible a través de lo próximo y lo banal.
Bien conocido es, así mismo, el potencial terapéutico del arte y, en concreto, de la escritura. Ana, de hecho, empezó a escribir por prescripción profesional (cosas de meteorólogos) y tuvo que aprender lentamente a seleccionar las palabras adecuadas para describir su conmoción vital. Este duro ejercicio de introspección comenzó como una tarea más que completar, un deber que cumplir consigo misma, pero muy pronto se convirtió en afición artística y, más tarde, en vocación personal. Recuerdo cuando me hablaba de sus primeros textos, plagados de anhelos y conjeturas sobre vidas posibles. Cultivaba el cuento, la epístola, el epigrama… Poco a poco, la pasión por la música y la lectura de versos ajenos terminaron por dotarla de una suerte de visión poética, de percepción lírica del mundo, una singular cualidad que se aprecia en cada uno de los poemas que componen este libro.
A fuerza de leer y escribir poesía, Ana aprendió a pensar en verso. De ahí la miríada de memorables imágenes que pueblan su poemario y que permanecen en el recuerdo incluso tras la más superficial de las lecturas. La más evidente de todas es la que vertebra el conjunto de la obra, que presenta una perspicaz división tripartita: Pozo, Cuerda y Superficie, tres estadios en los que dividir simbólicamente su experiencia y tres títulos bajo los que aglutinar temáticamente sus composiciones. Más allá de esta ingeniosa estructura, en su intento de describir lo informe y de expresar lo abstracto, la autora recurre a un sinfín de metáforas que le ayudan a manifestar sus emociones, conformando un universo poético absolutamente propio que se fundamenta, sobre todo, en tres pilares.
Por un lado, la evocación de fenómenos naturales y meteorológicos. Huracán, ciclón, tsunami. Las oscuras nubes y la luz que se filtra entre ellas. El flujo del agua, un lodazal, el paso de las estaciones. El dolor y la dicha adoptan en sus poemas todas estas formas, lo cual nos invita a comprender sus sentimientos como algo igualmente natural, poderoso y cambiante.
Por otro lado, las dicotomías absolutas. El contraste entre noche y día, tristeza y alegría, frío y calor, temor y esperanza expresa la búsqueda de una realidad complementaria a la vivida, una ilusión de otro sentir y otro momento.
Finalmente, destacan las metáforas cinéticas o de viaje. Los conceptos de inercia, de avanzar en un vehículo, navegar en una barca, estar perdida en alta mar, caminar por un sendero o atravesar un valle oscuro en dirección a la luz son tan solo algunas de las reelaboraciones artísticas de su experiencia vital que la autora nos propone en sus textos. Especialmente impactante es también la idea del yo como un edificio, una entidad susceptible de ser derribada y reconstruida, que puede adoptar el rol de celda o cárcel, y que puede ser habitada por monstruos o fantasmas, como una suerte de casa encantada.
Sé que Ana está convencida de que este es un libro triste. Sin embargo, mis lecturas de sus poemas me han revelado que, por cada verso dedicado al desgarro, hay uno a la enmienda. Por cada lamento por quien ya no está, hay un elogio a quien sigue aquí. A cada tormenta le corresponde un anticiclón. En los momentos más oscuros, todos podemos llegar a olvidar los pequeños instantes de luz de los que se compone la existencia, y recordarlos no es una tarea nada fácil. Ana necesitó años, amigos, poemas, canciones y un arsenal de paciencia para hacerlo. Gracias a este logro, ha conseguido componer un libro que rinde honor a más de una vida.
Hoy, Ana se encuentra ya a salvo en la superficie. Quienes la conocemos sabemos bien que el recuerdo del pozo permanece, que se cierne sobre ella en la noche cerrada y amenaza con reclamarla hacia su recóndito interior. Enfrentarse a esta perpetua sombra es una hazaña reservada solo a los más valientes, pero, como diría ella, “qué es la valentía / sino caminar / a pesar del miedo”.
Inés González Cabeza
Agosto de 2022
Ana Martín Álvarez (León, 1993)
Es graduada en Derecho por la Universidad de León y en Abogacía por la Universidad de Córdoba. Desde la infancia le persigue el deseo de entender el mundo y comprenderse a través de palabras ajenas y propias. La conversación es su principal instrumento de revelación y sanación. Siempre se ha sentido vinculada con el arte en sus distintas manifestaciones, tanto desde la posición de espectadora como desde la de partícipe, a través de clases de teatro y danza.
Tras experimentar un suceso traumático, comienza a utilizar la escritura como método terapéutico y actualmente se ha convertido en un medio indispensable para identificar y canalizar sus emociones. Escribe y comparte fragmentos de poemas en su cuenta de Instagram (@a.n.a.logia).
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