Ramiro II de León. Un rey inesperado (900-950)

 

 

Arturo García Aragón

 

Novela histórica

 

 

ISBN: 978-84-127499-7-7

Año: 2024

Fecha de publicación: 22 de agosto

Encuadernación rústica con solapas

Género: Novela histórica

Páginas: 402

Tamaño: 15 x 21 cm

 

 

 

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Doscientos años después de la invasión árabe de la península ibérica, solo un pequeño reducto, el Reino de León, seguía siendo cristiano. Abderramán, el califa cordobés, en el año 939 decide acabar con esta situación y extender el Islam a la totalidad del territorio íbero. Las fuerzas en litigio eran muy diferentes. Frente al gigante árabe, León era casi insignificante, pero contaba con un hombre excepcional: Ramiro Ordóñez, su rey, contra el que se estrellará la inmensa maquinaria musulmana.

 

 

PREFACIO

 

    A principios del siglo x, la península ibérica estaba poblada fundamentalmente por dos comunidades distintas: una formada por cristianos y otra por musulmanes, pues, aunque hay una tercera —la judía— e incluso algunas agrupaciones beréberes, estas eran irrelevantes a efectos militares y administrativos. Las comunidades dominantes estaban profundamente descompensadas tanto en medios materiales como en potencial humano y, además, estaban en constante conflicto bélico. Los musulmanes ocupaban las dos terceras partes de su suelo (no se incluyen aquí las zonas despobladas) y, en cuanto al tejido humano, triplicaba al otro. Córdoba era culta, tenía escuelas de ciencias, matemáticas y astronomía, varios cientos de traductores de los cuantiosos libros adquiridos en Oriente, bibliotecas, químicos dedicados a diversas labores, desde la búsqueda de fármacos medicinales hasta el cultivo de plantas y flores. El inmenso territorio que dominaba estaba dividido en regiones o marcas, como se denominaban. Al frente de cada una de ellas estaba un gobernador, señor de su territorio, que pagaba un tributo a Córdoba, de la cual era súbdito. Así, estaba la Marca Superior, como se denominaba la zona de Zaragoza, y la Marca Media, que comprendía la de La Mancha.

     Todo el territorio musulmán, dividido en esas marcas, formaba una especie de reino llamado emirato. Al frente estaba el emir, que residía en Córdoba: era el jefe administrativo y militar. En cuanto a los cristianos, se repartían en dos núcleos, dos reinos: Asturias y Pamplona. Justo al iniciarse el siglo x, el de Asturias se dividió en tres: León, Galicia y la propia Asturias, que quedó profundamente menguada en extensión.

 

    Observando el mapa, Asturias conformaba casi todo el mundo cristiano rebelde frente a los invasores. Comprendía lo que hoy es Galicia, León y las ciudades a su oriente, que fueron las primeras ciudades de la futura Castilla, con Burgos como capital. También aparece Navarra como un pequeño reducto, cuyo nombre inicial era el de reino de Pamplona.

El reino de Pamplona nació como tal en el año 824. Veinticinco años después, en el 859, su rey era García Íñiguez. Tenía cuarenta y dos años y, en el momento de subir al trono, ya era padre y abuelo. Tenía un único hijo, Fortún Garcés, de veintisiete años, al que le faltaba un ojo, y una nieta, Onneca, de trece, hija de este.

     En este año, los musulmanes de Zaragoza eran tributarios de Córdoba, caso distinto al de Pamplona, que no lo era. El emir cordobés era Muhammad I y decidió exigir a Pamplona que pagara como precio para no ser invadida y así mantener la paz; Pamplona ni contestó al requerimiento. Ante tal silencio, Córdoba envió un mensaje al entonces gobernador de Zaragoza, Muhammed, ordenándole que iniciase una acción militar de castigo contra el rey vascón. El zaragozano realizó una incursión y arrasó algunas aldeas de la región pamplonica. Llegó a unas cincuenta millas de la ciudad, a la localidad denominada Milagro. Sin resistencia, saqueó la población, incautándose de cuanto fuese de valor, así como de las provisiones agrícolas almacenadas y algunos prisioneros destinados a la esclavitud. Pero ocurrió algo inesperado. La casualidad hizo que en Milagro se encontrasen Fortún, el hijo del rey pamplonés, y la hija de este, Onneca. Muhammed enseguida consideró el secuestro de ambos como lo más preciado del botín, ya que, con ellos prisioneros, el rey de Pamplona cambiaría su actitud rebelde por la de un dócil tributario. Lo que nadie podía presagiar era que este hecho, puro azar, tendría una repercusión tal que conduciría la historia de León y de España del siglo siguiente. Después de una pequeña estancia en Zaragoza para disfrutar de su victoria y su botín, Muhammed nombró una comitiva que le acompañaría a Córdoba, pues quería entregar en persona al emir a sus inesperados cautivos. Cuando estuvo ante él, así habló: «¡Emir de los creyentes! He dejado Zaragoza para ser yo quien te anuncie mi regalo. Alá ha querido poner a tus pies mediante mi persona a los príncipes de Pamplona, el hijo y la nieta de García Íñiguez, ese rey infiel y rebelde frente a tu grandeza». El emir quedó, en efecto, complacido. Con los cautivos, el tributo estaba garantizado. Se fijó primero en Onneca: en su cabellera rubia, lejos del negro que abundaba en las mujeres cordobesas árabes; en su tez, más blanca que oscura; en el color de sus ojos azules, y en su estatura, que enseguida juzgó mayor de la que le correspondería por su aparente edad. Le preguntó por sus años. Ella miró a su padre antes de contestar, como esperando de él la respuesta. El emir le repitió la pregunta y, con voz débil, dijo que trece. «Sois príncipes y como tales seréis tratados», les aseguró el moro. A los tres días de su llegada, les fueron presentados los dos hijos favoritos de Muhammad, al-Mundir y Abd Allah. Se dispuso una estancia lujosa para Fortún y otra contigua para Onneca. Se les asignaron criados, contaban con sus propios sastres y ambos alternaban ropas cristianas y árabes con naturalidad. Participaban en los actos sociales de palacio, como fiestas, aniversarios y banquetes por diversas causas, así como cuando los gobernadores o los recaudadores de impuestos de diversos puntos del territorio iban a Córdoba a rendir cuentas al emir.

Dos años llevaban ya en Córdoba en esa cautividad que se podía calificar de dorada y en ningún momento se hablaba de ponerle fecha de finalización. Por su parte, García Íñiguez hacía llegar el exigido tributo puntualmente. En el año 861, Onneca cumplió quince; Abd Allah casi a la vez había llegado a los veinte. Ella era más que una belleza rubia. Sus años en Córdoba, aunque pocos, los había aprovechado para adquirir cultura y conocimiento. Buena observadora, a su atractivo añadía su progresiva educación, bien aprovechada. Abd Allah, a quien Onneca no le era indiferente, le pidió a su padre permiso para casarse con ella. En las uniones entre moro y cristiana, predominaban las que situaban a la mujer como concubina o esclava más que como esposa. El padre de Onneca, que era viudo antes de ser capturado, estuvo casado con una mora emparentada con los Banu Qasi de Zaragoza. Su nombre era Awriya ibn Lunn u Oria y la hizo su esposa legítima. Falleció al dar a luz a Onneca, que era medio árabe, aunque por sus rasgos no lo pareciera al ser predominantes los de su padre. Abd Allah era un joven inclinado en demasía a la embriaguez y, aunque se permitía el consumo de alcohol en Córdoba, era mal visto por la mayoría de los musulmanes, que mantenían en general la abstinencia, sobre todo en público. Tal vez, debió de pensar Muhammad, sería bueno para su vicioso hijo casarse con una joven virtuosa e inocente como Onneca; por esto o por otras causas, en definitiva, accedió al deseo de su hijo. Además, establecer lazos de ese tipo con un reino del norte aseguraba una paz entre ambos. Fortún, que ya se sentía muy integrado en la corte cordobesa, aceptó de buen grado emparentar con el gran emirato; en Córdoba se sentía cada vez mejor. Sin obligaciones, solo dedicado a sus aficiones y a engendrar hijos, podía ejercer sin medida su afición a los caballos: era un experto jinete. Su temperamento era más dado a las armas que a la literatura o la poesía, tan presentes en la corte cordobesa. Solamente parecía tener un cierto interés secundario en la medicina, por lo que visitaba a menudo la gran escuela de esta especialidad que había en palacio.

Pero Muhammad no solo se preocupó de que su prisionero tuviese la más alta consideración y trato, sino que, para alegrar su intimidad, le regaló seis esclavas cuidadosamente escogidas con la clara intención de que su estancia fuese lo más agradable posible. Pronto Fortún se inclinó hacia una de ellas, de nombre Zaina, que significa «belleza». Consciente de su deber, cumplió con su papel de entrega a su señor. Pero ello no significó que se desentendiera de las otras. Y el azar hizo de nuevo su aparición: si lo había llevado a Córdoba por casualidad al estar en Milagro aquel día, la suerte también quiso que Zaina y otra de las esclavas a su servicio, Sahara —que significa «mujer rubia»—, sin duda procedente de alguna incursión en la que había sido raptada, dieran a luz con una diferencia de veinte días a dos de sus hijos. El primero en nacer fue un niño, al que se le impuso el nombre de Abdel Abul, «sirviente de Alá», y el segundo fue una niña a la que llamaron Nahla, «gota de agua», por haber llegado el momento del parto cuando su madre estaba bañándose en una fuente, en los jardines del gran harén. Pero todavía el destino seguía volcándose en dar descendientes a los cautivos. Onneca dio a luz a su primer hijo en el 866 y el nombre que se le impuso lo escogió su abuelo musulmán. Siguiendo la tradición, debía llamarse como él: Muhammad. Para ser esposa legítima, Onneca se convirtió al islam. Este hecho, aparentemente importante, no lo fue para su padre: sus vidas estaban por el momento en Córdoba y lo más prudente para conservar sus privilegios era, en el caso de Onneca, pasar por esa conversión, ya que para él no era necesaria.

     La vida siguió su curso. Fortún, en su paraíso sin responsabilidades, solo dado a sus placeres. Onneca, como esposa de Abd Allah, pariendo los hijos que le engendraba. Le dio dos más, dos hembras, al-Baha y Fátima. Pero en ese tiempo Onneca ya no era Onneca, había cambiado su nombre por otro musulmán, pasando a llamarse Durr, que significa «perla».

Año 880

A Córdoba llegó la noticia de que García Íñiguez, el rey de Pamplona y padre de Fortún, estaba muriéndose. Era el mes de febrero. En el momento en que se produjese el óbito, el trono le correspondería a Fortún, que, basándose en circunstancias tan especiales, pidió al emir Muhammad I que le permitiese volver a Pamplona para hacerse cargo del reino, que en breve heredaría, asegurándole que las relaciones no solamente políticas, sino ya de familia, estarían debidamente atendidas. Muhammad se tomó un tiempo para pensarlo. Onneca estaba a punto de hacerle abuelo por cuarta vez, lo que ocurrió en el mes de abril con el alumbramiento de un varón al que se le impuso el nombre de Akram, «el generoso». Y casi a continuación llegó también la decisión de Muhammad de consentir que Fortún marchase a su heredable reino.

Y entonces sucedió de nuevo algo inesperado.

Durr mostró su deseo de acompañar a su padre. Tal petición llenó de asombro a la corte cordobesa. Parecía que su conversión al islam le había hecho olvidar sus trece años como cristiana, y esa petición apuntaba a una conversión falsa. Fortún, también intrigado y al recaudo de oyentes, le preguntó si en verdad deseaba abandonar a sus hijos en Córdoba, ya que llevarlos con ella era impensable. Sin decirlo abiertamente, Onneca le confesó lo difícil que para ella había resultado compartir a su marido con las demás concubinas y esclavas que tenía. Durante esos veinte años, lo había llevado con una resignación que había aprendido de sus maestros de religión en sus años en Pamplona, pero siempre había deseado liberarse de tales cadenas, de tal sumisión. Los ruegos al emir dieron resultado y este accedió a dejar partir a Durr. Consideró que, teniendo ya sucesor, la mujer que lo había engendrado carecía de importancia. Su hijo, que se distraía con sus numerosas concubinas, tampoco les dio mayor relieve a sus deseos. En definitiva, con su marcha nada cambiaba.

    Fortún y su hija partieron para Pamplona en el verano del 880. Fueron recibidos con alivio y esperanza por parte de las élites de la nobleza, que con Fortún se aseguraban tanto la estabilidad como la continuidad del reino y el mantenimiento de sus privilegios. Y, como se esperaba, al poco murió su padre, justo al año siguiente de su llegada, en el 881. Fortún subió al trono. Era un rey de edad madura y sin hijos varones: los que había tenido en Córdoba no eran considerados y, para su seguridad, el reino debía contar con que hubiese un sucesor. La solución estaba en Onneca; debía casarse en Pamplona con alguien de la nobleza y tener descendencia, así que renunció a su pasado de musulmana y volvió a ser cristiana. Pasaron dos años desde su arribo como princesa de Pamplona hasta que se decidió su nuevo matrimonio. En el 882, se le buscó un esposo adecuado y así contrajo un nuevo matrimonio. Su nuevo marido era su primo hermano Aznar Sánchez de Larraún. Cuatro años más tarde nacería su primer hijo en tierras cristianas: una hembra a la que se le impuso el nombre de Toda Aznárez, que llegó a ser reina de Pamplona y también fue de vital importancia para nuestra historia.

    Pero ¿qué fue de sus hijos musulmanes?

Ocho años después de su segundo matrimonio, en Córdoba moría su primer suegro, Muhammad, en un asedio a una fortaleza sublevada contra el emirato en Málaga. Le sucedió su hijo al-Mundir, que le sobrevivió solo dos años. Su hermano, el que fue marido de Onneca, le envenenó aprovechando la ocasión que se le presentó durante otro asedio —el de la fortaleza de Barbastro— mediante el sangrado con un instrumento envenenado del médico del asesinado. Era el año 888. Así Abd Allah se convirtió en el séptimo emir de Córdoba.

Abd Allah contaba con un harén bien surtido, y un harén era más que las mujeres reunidas esperando la llegada del amo. Era un centro de conspiraciones y presiones de todas aquellas que habían sido madres de varón y que querían para su hijo el cargo del padre: llegar a ser el siguiente emir. Y a veces eran capaces de mucho. Así, ocurrió que una de las favoritas intentó envenenar a Abd Allah por no querer nombrar al hijo de ambos como su heredero. Pero en realidad eran muchos los potenciales candidatos. Cuando Abd Allah creyó que había llegado el momento de nombrar sucesor, lo hizo. Sin explicar las causas, escogió de entre su numerosa prole a su primer hijo, el que había tenido con Onneca. Durante los casi veinte años que había sido su esposa, otras muchas más habían ido llenando su harén, dándole más descendientes. Pero parece que Abd Allah, a pesar de la indiferencia que había mostrado a la hora de que ella partiera para Pamplona, no había olvidado que fue su primera mujer y decidió que su primer hijo, el que había tenido de ella, de nombre Muhammad, como su padre, fuese el heredero del emirato.

Hecha la elección, la envidia se instauró entre sus hermanastros. Uno de ellos, al-Mutarrif, el hijo de la que había intentado envenenar a su padre, no compartía la elección. Con un plan urdido entre él y su madre, consiguió convencer a Abd Allah de que Muhammad conspiraba para arrebatarle el emirato. Sin exigir pruebas que avalasen la acusación, le encarceló a la espera de que se aclarara la acusación. Al-Mutarrif, temeroso de que fracasara su falsa acusación, decidió callar a su hermanastro de la manera más segura: fue al calabozo donde aquel estaba confinado y, en cuanto lo tuvo delante, sin mediar palabra, blandió un puñal que llevaba oculto y lo asesinó. Abd Allah no reaccionó ante un hecho tan grave y no tomó ninguna medida contra su hijo asesino, lo que se tradujo en que seguramente sospechaba algo, pues siempre había desconfiado de todos, tal vez porque él mismo había asesinado a su propio hermano al-Mundir para llegar al emirato. Esto ocurrió el 28 de enero del 891, cuando ya hacía más de once años que Onneca había salido de Córdoba y llevaba casi nueve como esposa de Aznar Sánchez de Larraún. Olvidada su vida en Córdoba, huida de su familia omeya, nunca supo del violento final de su hijo primogénito.

    Poco le duró el éxito de su crimen a al-Mutarrif. Cuatro años más tarde, al inestable Abd Allah le llegaron nuevos ecos de traición y esta vez se centraban en su hijo fratricida. Ahora era él quien conspiraba para ser emir. Como la vez anterior, sin dudar mandó encarcelar al sospechoso y decidió, con base en informes de dudoso fundamento, ejecutarlo. Fue en la primavera del 895.

    Abd Allah tenía muchos hijos. Los dos principales, los favoritos, ya estaban enterrados, uno asesinado y el otro ejecutado. ¿Quién le sucedería? Entonces tomó una decisión que dejaría una profunda huella en la historia del emirato y del resto de España: decidió que su sucesor sería su nieto, el hijo de su hijo asesinado, el de Durr, Onneca, que le había dado ese nieto nacido tres semanas antes del asesinato de su padre. Ese niño, que ese año cumplía cuatro, nieto de Onneca y sobrino de su hija navarra Toda, se llamaría Abderramán y sería el octavo emir y el tercero de su nombre. Se le conoció como Abderramán III o al-Nasir y también fue un implacable azote para los reinos cristianos de León y Pamplona, a los que combatió con fiereza y un tesón incansable. En contraste con tanta acción bélica, resulta admirable que, bajo su mandato, Córdoba llegara a ser un centro de cultura, progreso y conocimiento donde se concentraban los mejores médicos, literatos, astrónomos y matemáticos. El emirato alcanzó unas cotas de esplendor que, una vez perdidas, nunca se volverían a alcanzar.

    Abderramán nació en Córdoba en el 891; su tía Toda, en Pamplona quince años antes, en el 876; y Ramiro, que será nuestro personaje principal, en León en el 900. Sus vidas se entrelazaron, dejando un rastro de historia asombrosa, heroica y trágica en la que las batallas plenas de sangre y horror se mezclan con fríos matrimonios por la exigente política. Estos fueron, en definitiva, los cimientos de la futura España liberada de la dominación árabe.

    Pocas veces el azar ha hecho coincidir simultáneamente a personajes tan extraordinarios e influyentes.

 

Arturo García Aragón

 

 

 

 

 

Arturo García Aragón nació en Madrid. Es físico y optometrista por la Universidad Complutense de Madrid, donde también cursó las especialidades de doctorado en miniordenadores, microprocesadores, radiación ultravioleta de estrellas y fenómenos cooperativos de física y biología. Estudió Ingeniería de Telecomunicaciones hasta el cuarto curso en la Universidad Politécnica de esta misma ciudad y cursó la especialidad de inteligencia artificial en París (Francia). Además, está diplomado en Planificación de Empresas y en Economía de la Empresa por la Universidad Politécnica de Madrid y ha obtenido el grado en Astrofísica y Cosmología por la Australian National University.

Inició su carrera profesional como profesor de Física y Mecánica en la licenciatura en Ciencias Físicas y profesor de Electromagnetismo en la Escuela Superior de Ingenieros Industriales de la Universidad Simón Bolívar (Caracas, Venezuela) para posteriormente regresar a España y ejercer como profesor en la Facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid (licenciatura en Informática). Tuvo que dejar la docencia cuando entró por oposición en una importante empresa internacional, donde trabajó como analista de sistemas informáticos hasta que ganó, también por oposición y con el número uno, la plaza de auditor en informática de una entidad bancaria de ámbito nacional.

Interesado por el flamenco, estudió en la Cátedra de Flamencología de Jerez y toca la guitarra desde hace más de cincuenta años, casi siempre acompañando al cante y al baile, pero también como solista. Ha dado conferencias en Madrid y Andalucía sobre la estructura y el lenguaje musical de los cantes y es cofundador de la peña flamenca de Ayamonte (Huelva), desde donde colabora de forma altruista con las Juventudes Musicales de Ayamonte, la Asociación Ayarte y el Conservatorio de Huelva.

Su padre, que era marino, le inculcó desde la infancia el interés por la navegación, por lo que, ya trabajando, se hizo capitán de yate. Años después obtuvo el máster en Dirección de Instalaciones Náuticas por el Colegio de Oficiales de la Marina Mercante de España. Ha sido condecorado por la Asociación de Capitanes con el Sextante de Plata al mérito y, aunque su vida profesional no ha estado ligada al mar, sí lo está su vida personal. Actualmente vive frente al océano, a caballo entre España y Portugal, donde investiga (aprendió portugués para poder leer los textos originales sin necesidad de intermediarios ni traductores) y escribe. Su actividad literaria de los últimos años se ha centrado en la historia de la península ibérica. León y Portugal son los reinos sobre los que más novelas ha escrito. Algunas de ellas son:

 

Embajador en Lisboa

Entre dos tumbas

Damas contra rey

La leyenda del Arzipreste

El archivo de Simancas

Pluma y espada

Iberia herida

Ramiro II de León

 

De próxima aparición:

Los hijos del rey Ramiro

ENTREVISTAS

NOTICIAS

 

Serendipias

Paz Martínez

 

 

Miss Moon

Luis Ferrero Litrán

 

Memoria de las mujeres

Sol Gómez Arteaga

 

Mambrú no fue a la guerra

Joaquín Fernández de Angulo

 

Heridas que no cicatrizan

Ana María Campelo López

 

Desandando. Una enciclopedia abierta

Alicia García y Pablo Juárez

 

Cervantes y la ternura humorística

Eduardo Aguirre Romero

 

La primavera y el titán

Antonio Monterrubio

 

Notas de un sueño

Nacho Diez-Santos

 

Cartero rural

Abel Aparicio

 

Ramiro II. Un rey inesperado (900-950)

Arturo García Aragón

 

Robinsonas de tierra adentro

Gema Villa y Pilo Gallizo

 

Las flores del calabacín

Rubén Fauno

 

La historia cubana de América

Teodoro Rodríguez Martín

 

Por qué los girasoles miran hacia el sol

Javier Pérez Fernández

 

Be(r)sos apóstatas

Javi Morán

 

Los GRAPO contra el Estado

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Tiempo de vilano

Sol Gómez Arteaga

 

Conquistar el pan y la libertad

Alejandro Martínez Rodríguez

 

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Minería del wolframio

Diego Castro Franco

 

17 Diversas

VV.AA.

 

Reflejos de luz y oscuridad

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Querencia recíproca

Marcelo Tettamanti

 

El envés de los días

Antonio Toribios

 

Dakovika

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Libro de reclamaciones

Isabel Llanos

 

Trazos de sombra

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En son de paz

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El bosque de las ánimas

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Marcha negra. Acordeón clásico

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¿Donde está nuestro pan?

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El vuelo de Martín

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Me sobra el corazón

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Arriería Maragata. Conducción de caudales

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La palabra empeñada

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Valle durmiente

Víctor M. Díez

 

 

¡Y dale Timoteo con el tintineo!

Ana Martínez Ferrero

 

 

La vida la pasar

Eloy Rubio Carro

 

 

En los márgenes del tiempo

María Paz Martínez Alonso

 

 

25 Años BRIF. Un relato forjado a fuego

María Antonia Reinares (Documental: Javier Galán)

 

 

Escríbalo yo, léalo el diablo

Carlos Balacera

 

 

Hylas. Al sur de la mirada

Miguel Escanciano

 

 

Y si la noche no espera

Charo Ruano & Juanvi Sánchez

 

 

Párvula nAnAs

Isamil9

 

 

¿Me das un beso?

Arturo Abad y Patricia Gutiérrez

 

 

El proyecto Bidón y Los Catalinos

César Núñez

 

 

#HayQueSeguirCantando

El Solito Trovador

 

 

Ser o no ser

Javi Morán

 

 

De musgo y piedra

María Paz Martínez Alonso

 

 

Tiempos extremos

José Álvarez González

 

 

Las horas vivas

Ángel García Alonso

 

 

Pequeño universo sonoro

Polaroids

 

 

Astorga Rock

Jesús Palmero (ed.), Ricardo García y Javier del Otero

 

 

Alboradas en los zurrones del pastor

Abel Aparicio

 

 

Tiemblos

Ángel García Alonso

 


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